
Andrew Irvine, junto con su compañero George Mallory, formaba parte de una expedición británica que en 1924 intentaba alcanzar la cima del Monte Everest. Ambos alpinistas fueron vistos por última vez el 8 de junio de ese año. Desde entonces, se ha especulado si Mallory e Irvine llegaron a ser los primeros en alcanzar la cima del Everest, mucho antes de que Edmund Hillary y Tenzing Norgay lo lograran oficialmente en 1953.
El misterio se complicó aún más cuando, en 1999, una expedición encontró el cuerpo de George Mallory a unos 8155 metros en la cara norte del Everest. Sin embargo, no se halló rastro de Irvine ni de la cámara que supuestamente llevaban, y que podría contener evidencia fotográfica crucial de su éxito si finalmente hicieron cima.
Este hallazgo igualmente nos recuerda la naturaleza tan desafiante y peligrosa del alpinismo, especialmente en aquellos tiempos, con un equipamiento que carece de los avances con los que contamos en la actualidad. Años de intentos, fracasos y sacrificios marcan la historia de los primeros ascensos al Everest, y con cada descubrimiento como la bota de Irvine, nos acercamos un poco más a entender no solo su destino, sino también la esencia del espíritu humano en busca de trascendencia.
Independientemente de la importancia de esos hechos, personalmente desde joven me he sentido muy atraído por esas hazañas y aventuras de descubrimiento de principios del siglo XX que tanto aportaron a la humanidad y que fueron mayoritariamente llevadas a cabo por británicos a excepción de Roald Amundsen que era noruego. La lectura de libros relacionados con esos hechos me ayudaron a entender y admirar la capacidad de sacrificio de todos los que participaron con Ernest Shackleton y Robert Falcon Scott en sus proezas antárticas muy bien documentadas es estos dos libros.