Los recuerdos se asemejan a los cestos de cerezas; al tirar de una de ellas, suelen salir varias más. Esta reflexión me surge porque hace poco más de una semana sufrí un infarto agudo y, mientras era trasladado en la ambulancia al centro donde recibí atención, (aquí hago un paréntesis para destacar que la atención fue absolutamente eficaz, rápida, amable y decisiva para mi salvación.) en ese momento, acompañado por el médico que me atendía, recordé el primer instante de mi vida que tengo presente, es decir, el momento exacto en que fui consciente de mi existencia, y lo recuerdo con gran claridad.
Era sentado a la mesa compartiendo la comida con mis padres y mis hermanos, debía tener entre dos y dos años y medio. Yo me encontraba en un extremo de ella, y justo enfrente de mí estaba mi padre, quien le advertía a mi madre justo a mi lado, que se me estaba derramando la comida que tenía en la cuchara y que intentaba llevarme a la boca, entonces, señalándome le decía a ella “Mira ese, mira ese”.
Esa es la primera cereza, luego allí mismo en la ambulancia fueron descolgándose otras más, los primeros juegos en Teruel, los salados veranos en La Marina con mis hermanos y hermanas, maestros, amigos, viaje de novios, hijos, nietos, y así hasta los momentos más recientes, que inolvidables siempre, a veces me parecen eternos y otras veces tan recientes y frescos.
También acepté que podría estar viviendo los últimos instantes de mi vida, y entre destellos y de forma aleatoria, sin ningún orden ni sentido, iban apareciendo retales de mi vida como en una explosión de fuegos artificiales que hicieron ese traslado al hospital de San Juan más llevadero, y me ayudaron a espantar el miedo a la muerte, algo que, por otro lado, también tengo aceptado. A esta edad, puedo permitirme el lujo de morir sabiéndome un abuelo tan querido.
Morir dignamente, es un lujo con el que podemos contar en el primer mundo, y salvarnos de ella y tener un “extra” todavía más
No recuerdo haber temido a la muerte, pero sí me preocupa como llegaré hasta ella. Sin embargo, desde niña me ha dado miedo la muerte de los que tengo cerca.
En mi escasa trayectoria de escritora aficionada, describo en varias ocasiones ese misterioso viaje:
“Azucena ese día no sintió el dolor del golpe, porque corrió tan rápido, que antes de caer echó a volar para susurrar al oído de su hijo…”
“Cada uno marchó por su lado con toda su magia a cuestas.
Ninguno de los dos intuyó, que estaban a punto de salirles alas de ángel, trajes de hadas o de magos, sombreros de duendes o colas de sirena.
Eres seres mágicos.”
“Y así fue recorriendo todas las decisiones de su vida que no había tomado, hasta llegar al último beso de su madre …”
“Ahora me voy de esta vida, pero espero encontrarte en otra…”
Sin embargo, si me dieran para elegir entre todas las posibilidades con las que el cine, la literatura o la música han descrito ese trance, me quedaría con la protagonista de Titanic, Rose: La muerte la sorprende dormida, siendo anciana, llena de recuerdos, y la satisfacción de haber elegido la vida que quiso vivir, para transformarla en la joven que fue y reencontrarse con tod@s las que la esperan. En mi opinión es la forma más hermosa de representar la muerte.
Crucemos los dedos, y esperemos que el director de nuestra película nos tenga reservada esa escena.
Sí, Ana, sí. Yo también espero que el guion de mi final sea también como el de Rose, tranquilo y compartiendo con todas y todos vosotros ese viaje de solo ida.
Has salido airoso mirando de frente a la muerte y eso nos ha regalado un plus de agradecimiento a tod@s.
A disfrutarlo.
Lo intentaré.
De momento, el último diagnóstico del cardiólogo fue altamente favorable. Estoy bien y con ganas de vivir y compartir.